jueves, 17 de marzo de 2011

Duelo de carasucias en San José: Argentino 10-River 9

Eran tiempos de televisión liviana. De una tevé que era capaz de socializar los tiempos libres de la gente. La capacidad de sorpresa, la simpleza de emocionarse con las pequeñas cosas eran posibles en un país todavía indemne de espantos y controversias.

Será por eso que cuando el lujo no era vulgaridad, cientos de personas se agolparon esa noche de los 60’ en la canchita de baldosas del Club Atlético Argentino.

Por los altoparlantes de una Renoleta blanca, los vecinos del barrio Belgrano y sus alrededores se habían anoticiado de que ese domingo 14 de diciembre, un conjunto de pibes maravilla de River Plate se enfrentaría a los del baby fútbol académico. La sola mención de River obligaba al respeto y también la admiración. No importaba si de la Primera o las infantiles se tratase, o que en esa década sesentista el Millo no pusiera sobre la mesa algún título, hecho que se extendería hasta 1975, en el que pondría fin a 18 años de obligada abstinencia sin celebraciones. Como fuere, la banda roja tenía sus adeptos y su nombre estaba asociado al buen fútbol de acuerdo a su tradición; la impronta de la vistosidad y la efectividad.

No sorprendía entonces, que cerca de 2000 personas llenaran la canchita de mosaicos bermellones ese domingo histórico. La dirigencia sanjosina dispuso que un centenar de vigilantes custodiaran celosamente las puertas de ingresos y las paredes desde donde pudieran descolgarse potenciales colados, más allá de que alguno de los patovicas finalmente se rindiera ante la mínima moneda.

Presunción de hinchas, corazonada por ser partícipes de un hecho inolvidable, el barrio entero vivió la previa de ese River-Argentino como un jolgorio. Seguramente que por el magnetismo que irradiaba la institución de Núñez, pero también había un dejo de orgullo en la muchedumbre barrial ya que aquel semillero albiceleste, el que siempre cultivó el Ñato Cortenova, daba que hablar y era objeto permanente de culto y envidia por partes iguales.

Aquel fin de semana, los pibes Vitrola Ghiso, Caputo, Barisio, Reinaldo Merlo, Lamberti, Joaquín Martínez y uno flaquito y con muchas ganas de dar que hablar llamado Norberto Alonso, pisaron las baldosas del patio del San José mendocino enfundados en camisetitas blancas con banda roja para medir su porte ante albicelestes niños como José Linardelli, Rubén Pacheco, Narváez, René Marlia, Agri, Ñoño Corradi, Rubén Stancampiano, entre otros.

Y si el fútbol es capaz de copiarse a sí mismo aún en otra dimensión, aquel día Alonso y sus amigos jugaron con el desprejuicio de su edad y de su fútbol. Vitrola desbordaba, era rapidísimo, el Beto chanfleaba a la de tiento con una habilidad fuera de lo común, el rubio de vozarrón de perro apodado Mostaza gritaba, aunque los gritos de la tribuna local se escuchaban mucho más. Barisio achicaba con sapiencia y el tal Japonés Pérez marcaba con decisión.

Pero en verdad el que más impresionaba era uno que apodaban el Cocola, un lujo para ese equipo de Baby del barrio de Núñez. Costaba quitársela, la metía desde todos lados, tocaba de primera como si fuese un Di Stéfano, Labruna, Pedernera o Francescoli, no por casualidad, próceres de la historia millonaria. Hasta se diría que Andrés D’Alessandro debe haber escuchado alguna vez que hubo un jugador que patentó La Boba mucho antes que él. Esa noche mendocina de los 60, Cocola reiteró la jugada lujosa hasta el hartazgo.

Quien lo veía entonces imaginaba que ese pibe estaría llamado a ser figura del fútbol argentino y no que se perdería en el laberinto de los que pudieron ser y nunca fueron. Nunca llegó a Primera, como sí la mayoría de sus compañeros de antaño. Aquel Cocola que hoy sigue la suerte de su querido River desde su kiosco de diarios y revistas de Belgrano…

Enfrente los pibes de Argentino fueron parte fundamental de ese entramado infanto- futbolero.

Con bastante menos fama y nombre, los pibitos dirigidos por José Ruarte luego de ir perdiendo, reaccionaron y terminaron ganando un partido que aún por no figurar en los libros de historia ni en las notas de prensa, deja de ser memorable para quienes tuvieron la oportunidad de verlo. Francisco Ibáñez atacante de Argentino era un petardo que se les escabullía a todos y terminó eclipsando a las pequeñas y grandes estrellas millonarias. Justo él, clavó el gol del triunfo albiceleste, que se escuchó hasta en el Cerro de la Gloria. Faltaba poco para el final y las ganas de mantener la hazaña se hizo realidad en cada pelota dividida de los esforzados niños mendocinos.

Cuando el árbitro cerró el encuentro bastaba ver sus caras de felicidad y la de bronca de los porteñitos para entender que no había trucos y sí mucha adrenalina en juego.

Argentino 10-River 9 fue el resultado. Las secuelas del triunfo de los chicos académicos se extendió por varios días más. Percepción de hinchas dirían algunos, tiempo después. Aún no se sabía, pero los años darían la razón de que aquella victoria no era una más. Esa bandita de niños rojiblancos que pisó la tierra santa académica en los 60, sería la base del equipo de Labruna que le devolvió las alegrías a los riverplatenses y se hiciera tan famoso por sus logros en la década del 70, con aprontes de un fútbol exquisito e inolvidable para toda una generación. Pero claro, para llegar a ello, el Beto, Mostaza y Vitrola tuvieron que conocer la otra cara, la de la adversidad como la de ese domingo de diciembre de mil novecientos sesenta y tanto, en San José, Mendoza…